Fragmento
Encuentro con la muerte
“Al día siguiente descansé casi toda la jornada y por la tarde cené en casa de Edgardo. Durante la velada me comunicó que dos días después partiríamos hacia la selva. Navegaríamos durante tres días por el río Madre de Dios y luego nos adentraríamos en ella dos días más, hasta encontrar un claro en el que vivía Beto, el maestro ayahuasquero que había sido su propio maestro y que nos llevaría hasta la Planta.”
La navegación por el Madre de Dios duró los tres días que estaba previsto y durante el viaje dormimos en la canoa, por miedo a las grandes anacondas que pueblan las orillas de aquella parte del río. Poníamos cañas verticales y encima las mosquiteras. Estaba totalmente acojonado, pues les tenía pánico a las serpientes. Afortunadamente no llegué ni siquiera a ver ninguna.
Por fin dejamos la barca y empezamos a caminar. La selva es otro mundo: te jala, te come vivo. La terrible humedad hacía penoso el avance, era época de lluvias y todo estaba embarrado. Los árboles eran tan altos que no dejaban pasar la luz del sol, salvo cuando llegábamos a algún claro. Después, sendero de trocha, machete en mano abriendo camino.
Edgardo caminaba deprisa, con una agilidad asombrosa que hacía que yo redoblara mis esfuerzos por seguirle. Por la noche desplegamos las hamacas en un pequeño claro y nos tumbamos a descansar, no sin antes habernos untado con un ungüento para que los zancudos no se nos comieran vivos. Nunca olvidaré mi primera noche en la selva.
Cuando se hace de noche, la selva despierta. Además de cantos de una infinita variedad de animales, hay ruidos de todo tipo que ponen los pelos de punta, y tal vez sólo son hojas que caen de lo alto de árboles gigantescos y que al llegar al suelo hacen un ruido espantoso; uno no sabe qué está pasando y piensa siempre lo peor. Oía ruidos debajo de mi hamaca, y me imaginaba serpientes de todas clases desfilando a mi lado. Nunca pasé tanto miedo a pesar de tener cerca a mis dos compañeros. Me dormí de puro agotamiento: tenía agujetas en las piernas, los pies tan hinchados que no podía quitarme las botas y estaba totalmente mojado a pesar del chubasquero.
Amanecía cuando reanudamos la marcha. Me sentía muy cansado, casi no había podido dormir. Estuve todo el tiempo asustado. Edgardo continuaba con su ritmo de marcha.
Llegó un momento en que lo perdí de vista. Le llamé pero no contestó. Pensé que igual había visto algo, tal vez algún animal, y se había adelantado. Pero seguía sin contestar a mis llamadas. Me asusté y me quedé quieto como una piedra. Miré hacia atrás en busca del camino inexistente por el que habíamos venido; la tupida vegetación había borrado nuestras huellas. Intenté avanzar unos metros, pero enseguida comprendí que me extraviaría todavía más. Retrocedí y me quedé donde había visto por última vez a Edgardo. Volví a chillar con todas mis fuerzas, pero nadie respondió. Pensé que, cuando se diera cuenta de que no le seguía, volvería a buscarme. Mejor me quedaba quieto.
Pasaron dos horas y no aparecía. Empecé a tomar conciencia de que realmente estaba perdido, y de que por alguna razón Edgardo no me encontraba.
La desesperación fue atroz. Pasé media hora como loco, dando machetazos a todo lo que me rodeaba. Hasta que acepté que era el fin, mi aventura terminaba allí. En ese momento me calmé de golpe. Me senté en un árbol caído, encendí un cigarrillo y musité un pensamiento que me tranquilizó:
– Por lo menos, si he de morir, habrá sucedido haciendo algo por mí mismo, por mi intento de ser un hombre libre.
Hice un círculo a mi alrededor con el machete y despejé de maleza el terreno para poder ver mejor, tal vez tuviera que pasar allí bastante tiempo. Intenté no volver a caer en la desesperación; recordé que llevaba comida y agua en la mochila. Tenía también conmigo la latita de gasolina de mi zippo. Pensé en encender un pequeño fuego para ahuyentar a los animales. Cualquier cosa que me ayudara a no caer en la locura.
Puse el machete sobre mis rodillas, la foto de mi mujer y de mis hijos delante de mí, y me dispuse a esperar lo que el destino me quisiera deparar.
Entonces pasó por mi mente la película de mi vida, todos los acontecimientos importantes que me habían sucedido: mi niñez, mis miedos a cosas que ahora me parecían estupideces. Perdoné a todos los que me habían hecho daño y me perdoné a mí mismo por todo el daño que me había hecho y el que hice a los demás. No sé el tiempo que duró la recapitulación. Me invadió una paz como nunca había sentido antes.
Iba a afrontar mi muerte, pues sabía que yo solo nunca saldría de aquel lugar, y ¡estaba tranquilo! De repente, oí un ruido de ramas y me puse en guardia. Un animal, pensé. Cogí el machete fuertemente con las dos manos y me dispuse a hacer frente a lo que viniera. Avancé hacia el ruido y… me quedé de piedra.
Era Edgardo, con su sonrisa de niño travieso.
– Hola, hermanito, ¿estás bien? ¿Lo pasaste muy mal? No has salido corriendo ni te has alocado, tu espíritu es fuerte; mereces conocer nuestra tradición. Te he estado observando todo el tiempo y tus intenciones son nobles.
Aquel día morí realmente y renació otra persona, otro hombre dispuesto a todo y que ya no renunciará a nada en su vida.